Nuestro compañero de Vitaliza, Arturo Lecumberri, nos deleita con el siguiente artículo publicado en la revista Psicología y Mente:
Los seres humanos podemos parecer tremendamente complicados en lo que a nuestro mundo emocional se refiere.
Con más o menos frecuencia transitamos una amplia variedad de estados que van desde la ansiedad más arrolladora a la tristeza más profunda.
Sin embargo, si nos miramos con una visión amplia y transversal podemos decir que fundamentalmente somos dos cosas: genética y experiencia.
Venimos a este mundo con una carga genética que no elegimos y que nos acompaña durante todo nuestro camino. Ese temperamento heredado define la intensidad con la que reaccionamos a las diferentes vivencias durante la vida.
Hay personas que llevan consigo un sistema nervioso que se asemeja a una autovía alemana en la que no existe límite de velocidad y por la que puedes conducir a 200 km por hora, y personas con un sistema nervioso que reacciona al igual que un coche en una carretera comarcal por la que, salvo en una gran recta, no circulará a más de 80 km por hora.
La misma experiencia objetiva, por tanto, puede ser vivida con una reactividad emocional muy dispar en función de la genética que porta cada individuo.
Por otro lado tenemos la parte experiencial. Más allá de la genética, nuestra identidad, nuestro yo, se va a ir configurando a lo largo de toda la vida sumando experiencias que van a interactuar con ese temperamento heredado. Las experiencias que vivamos podrán ser así mismo de dos tipos: Emocionalmente reguladoras o desreguladoras.
De especial relevancia serán las experiencias de relación vividas en los primeros años de vida y sobre todo las que tienen que ver con la interacción con las figuras de apego (padre, madre o cuidador/a principal).
Estas primeras experiencias van a situar nuestro sistema emocional en un nivel de activación base desde el que se va a comenzar a vivir el entorno.
Si el entorno se vive desde un nivel de activación fisiológico-emocional regulado, el mundo será un lugar con la suficiente seguridad como para ser explorado. Por el contrario, si desde nuestra mas tierna infancia, en nosotros se instala un nivel de alerta, el mundo será un entorno amenazante en el que habrá que protegerse para no sufrir. Esta gestión del sufrimiento se muestra como una máxima en nuestra supervivencia emocional.
Los cerebros humanos están programados para reducir la angustia y buscar el bienestar, de tal manera que si a lo largo de nuestra historia tuvimos la mala suerte de vivir algunas “malas experiencias” o muchas de ellas, casi con total seguridad, nuestra mente desarrolló uno o varios mecanismos de defensa para encontrar la regulación que el entorno no nos permitía lograr.
Para lidiar con el sufrimiento hay cerebros que desarrollan defensas de evitación y su alerta buscan en todo momento no contactar con aquello que les angustia, otros que desarrollan defensas de control y sueñan con dominar y planificar la totalidad del entorno, frustrándose a cada momento con la cruda realidad en la que casi nada es controlable. Otros cerebros utilizan las drogas para encontrar la regulación e incluso algunos cerebros desarrollan una herramienta llamada disociación con la que dejan fuera de la experiencia vital uno o varios recuerdos o incluso partes completas de la identidad de uno.
Muchos profesionales que abordan en sus consultas los mundos emocionales de sus pacientes, piensan que la esencia del sufrimiento y por consiguiente de la consecución del bienestar radica en las experiencias concretas que vivieron estas personas en el pasado y de su eco o resonancia en su momento presente.
Aportaría aquí un cambio de mirada que creo que con lo expuesto en las líneas anteriores puede tener sentido: no debemos de dar excesiva importancia a lo concreto vivido sino a esos mecanismos que se levantaron para gestionar el dolor y que fueron los únicos que cada uno pudimos encontrar para sobrevivir emocionalmente a nuestra propia historia.
Son esas herramientas las que seguimos utilizando hoy en día y es con ellas con las que nuestra mente emocional se engaña creyendo ser la persona que éramos cuando los eventos generadores de angustia sucedieron, y anulando otro tipo de herramientas reguladoras que sí que podemos poner a nuestra disposición en nuestro momento actual.
Para poder disponer de todo nuestro potencial regulador, la experiencia clínica nos indica que es importante, entre otras, desarrollar la capacidad de ser conscientes de nosotros mismos, de nuestra historia y de nuestros recursos, además de mirarnos con la aceptación y compasión de quien sabe que es hijo/a de su historia y que no tuvo la oportunidad de elegir gran parte de ella, que está misma historia en interacción constante con su temperamento le ha legado sus fortalezas y sus fragilidades, humanas todas ellas, enriquecedoras y dignas de ser vividas.
Autor: Arturo Lecumberri Martínez, Psicólogo General Sanitario y miembro de Vitaliza.
Puedes leer el artículo original en: https://psicologiaymente.com/psicologia/genetica-experiencia