Nos creíamos poderosos, sabios, imparables. El mundo era nuestro. Podíamos recorrerlo en cuestión de horas y conseguir todo lo que quisiéramos a golpe de clic. La globalización y los mercados nos habían abierto la puerta a millones de opciones que hace unas pocas décadas no podíamos ni imaginar. Habíamos acelerado nuestra vida para poder abarcar todo lo que se nos mostraba que debiamos lograr.
En nuestro imparable ascenso llenábamos el aire de CO2 y de plástico los océanos, acabábamos con especies animales y hacíamos desaparecer bosques y selvas. Consumiamos recursos necesarios e innecesarios venidos desde cualquier parte del globo. Comprábamos mucho, desechábamos más.
En un ejercicio de amnesia respecto al siglo anterior, las etapas de precariedad recientes volvían a despertar en nosotros sentimientos excluyentes, ensalzando lo propio y rechazando lo ajeno.
Empezábamos a pensar en dejar de ser humanos vulnerables para convertirnos en dioses autónomos y autómatas.
Está era la ilusión y la trampa que un ser diminuto ha venido a desmontar, bajándonos a la realidad, a la vida, al terreno donde uno puede enfermar y morir, esos dos verbos tabúes que nos provoca panico mencionar.
Es en la soledad, en la enfermedad y en los aledaños de la muerte donde el ego se hace pequeño y nos abandona, dejándonos desnudos y mostrándo que más allá de las ideologías, las creencias, las motivaciones y proyectos personales o cualquier tipo de producto generado por nuestra mente poderosa, necesitamos la unión con el otro para seguir adelante.
Esperamos seguir, y mejor si lo logramos de manera renovada, más consciente, más conectada con nuestras limitaciones y necesidades. Dejando de ser dioses para ser de nuevo humanos.