31/03/2021

Abuso sexual en la infancia: cuando estuvimos muertos (Javier Elcarte, Psicología y Mente)

Este artículo, publicado en la revista digital Psicología y Mente, y escrito por nuestro director de Vitaliza Javier Elcarte, quiere ser el inicio de una serie de reflexiones sobre esta lacra que nos asola y a la vez un homenaje y dignificación para todas aquellas personas que han padecido en sus carnes el dolor, la confusión y el silencio que envuelve este fenómeno tan abundante en nuestra sociedad, como desconocido.

Efectivamente, se calcula que uno de cada cinco niños o niñas (mucho más común en las niñas) ha sido objeto de abuso sexual en la infancia, predominando claramente el abuso intrafamiliar. Según datos de la fundación ANAR, todavía la figura del padre predomina entre los agresores, llegando al 32% el número de casos donde el agresor es el progenitor masculino.

Reiteramos que no queremos remitirnos a estudios teóricos sobre causas y consecuencias del abuso sexual en la infancia, sino que queremos ponernos en el papel de la víctima y reflexionar desde su propia piel. Esta serie de artículos es el resultado de años de terapia con personas que han sufrido abuso de todas las edades y quiere poner voz y sentimiento a su experiencia y a su sufrimiento.

Es por ello que comenzaremos reflexionando sobre lo que yo llamo “la niebla”, inspirándonos en el título del libro de Joan Montané y colaboradores, “Cuando estuvimos muertos”. Como tantos otros maltratos sufridos en la infancia, la víctima recuerda lo sucedido de manera confusa, brumosa o no recuerda directamente.

El primer acto de respeto con una persona que ha vivido abuso sexual en la infancia es comprender, entender que el primero que no entiende ni comprende es la propia víctima. Y que frases “adultas” y sesudas del tipo, “¡ni ella está segura de qué sucedió!”, “¿por qué no lo contó antes?”, “¡los niños se inventan muchas cosas!” … son la losa definitiva en el ataúd psicológico y moral en el que vive el abusado.

La primera persona que duda, que se culpa por no haberse defendido, por no haberlo contado, es la misma víctima. El recuerdo, si lo hay, repito, es brumoso, donde muchas veces solo se recuerda la sensación, no tanto los hechos, y otras muchas, simplemente, no se recuerda nada.

Como ocurre con otro tipo de traumas, la persona puede olvidar y olvida de hecho el abuso. El cerebro, a través de un eficaz sistema de defensa, se “disocia”, se “desconecta” de lo ocurrido de distintas maneras.

En muchas ocasiones, pueden recordar el olor, la atmósfera, o los sonidos de cuando ocurría el abuso y ser incapaces de recordar las imágenes del mismo, o al revés, poder reconocer los sentimientos experimentados en aquel momento, pero no los acontecimientos exactos que los provocaron. También podemos encontrar casos donde aparece el recuerdo nítido de contar a alguien cercano lo que le hacía el abusador, y sin embargo no tener ningún recuerdo directo de la convivencia con el mismo.

El cerebro del niño se desconecta para evitar el dolor. Ante una indefensión prolongada se activa el sistema vago dorsal que pone en marcha el proceso de inmovilización, de congelación, llevando a una experiencia donde se disocia la conducta de la emoción. Ese mecanismo disociativo permite seguir sobreviviendo en contacto con el abusador.

El niño, dependiendo de la edad, con mayor o menor intensidad y con mayor o menor confusión, nace a la activación sexual, genital, en una edad en la que o bien no se ha desarrollado biológicamente lo suficiente, o bien no tiene una certeza cabal de lo que está sucediendo. Tengamos en cuenta que el abusador es, casi siempre, una figura de ascendencia, muchas veces afectiva, para el niño o niña.

Afecto, vínculo, apego, activación sexual, desborde sensorial… todo queda entrelazado, todo esto resulta muy difícil de organizar, y más cuando parece no ocurrir y nadie habla de ello.

Esa persona, el abusador, es supuestamente protector y en realidad cree querer al niño o la niña, por lo que resulta comprensible que ese niño o niña no quiera perder ese afecto, ese apego, ese vínculo; de manera que lo que sucede “no es malo” aunque haya momentos en que la víctima llegue a sentirlo como malo. O, dicho de otra manera, si es algo malo, no adecuado, no es posible que el “malo” o “terrible” sea la figura adulta. Es decir, la única explicación plausible para la mente del niño es que el “malo” o “el que provoca esa maldad” es él mismo.

En nuestra amplia experiencia, en la absoluta mayoría de los casos de abuso infantil, la víctima, cuando comienza a vislumbrar la experiencia vivida, se percibe como culpable, como responsable.

A ello tenemos que añadir las respuestas, en muchísimas ocasiones decepcionantes de la madre, o el padre o el abuelo cuando el niño o la niña cuentan lo que les hace algún miembro de la misma familia o cercano afectivamente. Suele desatenderse, ignorar el mensaje recibido, olvidar el delito escuchado. Bien porque resulta intolerable asumir el dolor del niño, mirarse a uno mismo y asumir la falta de visión o bien porque predomina el bien de la institución familiar, y finalmente, se recurre al “cosas de niños”, “es imposible” … con lo que la víctima interioriza el hecho de que contar lo que ocurre pone en peligro la estructura familiar o destroza a algún miembro familiar del entorno social cercano.

J. Horowitz llega a afirmar que una de las razones para el olvido inconsciente de los recuerdos de abuso tiene que ver nada menos que con la “preservación del amor de los otros”, bien de la persona a la que se le cuenta o de la persona que perpetra el abuso.

Imaginemos la “bruma” de confusión en la que vive el niño o niña y que se prolongará añadiendo explicaciones mágicas, disfuncionales y siempre anulantes y minusvalorantes durante el resto de su vida. Seguiremos reflexionando y ahondando sobre esta cuestión en próximos artículos.

 

Artículo original en el siguiente enlace: https://psicologiaymente.com/clinica/abuso-infantil-infancia-cuando-estuvimos-muertos