Ahora, a los 60 años, creo que, al fin, he comprendido algo del sentido de la vida y de qué somos.
No somos nada. Solo una anécdota en el universo.
Apenas una azarosa combinación de 30 billones de células sin un mando central, sin un yo real más allá de la loca construcción de las células de nuestro cerebro por dar coherencia y unicidad a lo que no es.
Y somos todo. Todo, porque nada existe si no es percibido a través de nuestros sentidos y procesado por nuestro cerebro.
Somos todo, porque nada existe fuera de nosotros.
Somos efímeros.
Nuestra existencia es una fracción de segundo en la vida de un universo que cuenta sus cumpleaños por eones. Apenas una mota de polvo en el espacio infinito.
Y somos eternos. Porque nos perpetuamos en nuestra descendencia, que son ese puñado de células igual a las nuestras.
Eternos porque el mundo ya no será igual después de nuestro paso: presentamos a amigos que se casaron y tuvieron hijos, contratamos a aquella joven que ya no tuvo que emigrar, conocimos a aquel joven a quien inspiramos y su vida cambió …, dejamos una huella eterna.
Así, que sí, ya sé. No somos nada y somos todo. Somos un instante y somos eternos. Somos un azar y somos un milagro.
Y me siento feliz, porque puedo disfrutar de ese milagro de ser todo y de ser eterno, y puedo disfrutarlo sin miedo, porque sé que no soy nada.
Hoy, lo sé. Mañana, tal vez, lo haya olvidado.
Javier Valls