Mi corazón late estremecido,
mi respiración se agita trastornada,
un puño clavado en mi pecho,
cada célula de mi cuerpo me exige que huya.
Que huya ¡YA!
Es el miedo.
Siento una gran angustia.
Un instante después, apenas tras unos infinitos segundos,
mi mente se emborracha de miedo a mi reacción ante el miedo, a la pérdida total de control, a la vergüenza de ser visto como un loco.
Es el pánico.
El grito, Edvard Munch
Mañana estaré atemorizado por el miedo a sentir el miedo de tener las sensaciones de miedo, a la locura, a la incapacidad para vivir lo que tenga que vivir.
Fracaso, derrota, impotencia, desesperación.
Es la ansiedad.
El motivo original del miedo, si lo hubo, ya no existe.
Es solo miedo envolviendo a miedo que se enrosca sobre otro miedo.
Ya no hay cuerpo, solo mente.
Y solo una esperanza: que una fisura de razón se abra paso en la muralla del miedo que me oprime.
Que una chispa de luz me deje ver que el miedo es siempre peor que lo temido.
Y, entonces, desee que ocurra lo que tenga que ocurrir porque nada será más insoportable que el miedo.
Y, en ese momento de aceptación, de abandono, de entrega, el miedo se desvanece.
Porque no era miedo a lo que es sino solo a lo que podría ser, o sea, a lo que no es.
El miedo, que para salvarme una vez antes me ha matado un millón de veces.
Autor: Javier Valls